El viernes pasado tuve ocasión de ir a un espectáculo de guitarra, en un espacio, cuando menos, diferente para mí. La Iglesia de Sant Jaume, en pleno centro de la ciudad de Barcelona.
Dentro del IX Ciclo Barcelona de maestros de la guitarra española, asistí al concierto de Manuel González, maestro guitarrista, según algunos, el mejor de guitarra española actual. Yo no se si será el mejor o no, pero ahí va mi relato para que decidáis:
Allí estábamos, en el bonito e inigualable entorno de una iglesia del siglo XIV, toda hecha historias de pasión, sufrimiento, traición, amor, secretos, y allí, sentado frente a frente con el maestro, tocando él sólo para mí, escuchándole yo sólo a él.
La calidez de la madera de los retablos, la imaginería y los bancos, la linealidad en los tonos de las paredes y techos de piedra, esa luz tenue a la vez brillante de las iglesias, el maestro, y su manera de acariciar su guitarra, hicieron que me refugiara en un entorno de paz y sosiego interior, difícil de imaginar unos instantes antes en pleno centro de la ciudad de Barcelona.
No podía evitar observar y seguir cuidadosamente sus manos, como inevitable era pensar en las caricias que dedicaba a su guitarra, que se convertían en imágenes de ternura en mi mente. Cada vez que los movimientos de su mano izquierda, alternando por el mástil de su guitarra, me conducían a fijar mis ojos en su rostro, me invadía la calma. Una calma que casi me obligaba a fusionarme con el entorno, yo, la piedra, la madera, él lo hacía sencillo y lo permitía: entra, entra, entra…
En ese mismo instante podía haber pasado a formar parte de las centenarias paredes con una sonrisa en mis labios, y un epitafio escrito en la negra caída hacia la muerte: murió tranquilo, en pleno bullicio.
Vaya poeta, me falta sólo la trompeta, que diría Gloria Fuertes. Bueno, me ha dado la vena poeta, pero es que lo pensé más o menos así, y así lo he compartido con vosotros, porque me apetecía.
¡Ah! No dejéis de escuchar, y si tenéis oportunidad, de ir a ver a este hombre.
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